Un relato corto sobre la complicidad entre dos amigos, que potencias sus sueños mutuamente. Un relato sobre la amistad, y sobre el valor de cuidarla.
Recorríamos en silencio las calles de Barcelona. No hacía falta decir nada, las palabras siempre habían sobrado entre nosotros. Teníamos una complicidad única, imposible de definir con los simples vocablos.
A nuestro alrededor el bullicio de la ciudad marcaba el ritmo, frenético, intranquilo, como si el mundo nunca se hubiese parado a mirarse a sí mismo. No era ese nuestro caso. Caminábamos con la seguridad de aquellos que saben quienes son, que saben a dónde se dirigen y con que objetivo. No importaba quién fueras o lo que hicieses, nunca podrías cambiarnos, pues peleábamos cada bocanada de aire como si fuese la última.
Tras una hora de silenciosa caminata, decidimos parar a tomar algo. La cerveza, siempre amena compañera, condensaba gotas en nuestras copas. Brindamos, sonriendo, como si aquella ronda fuera a ser la última, y entonces lo vi claro. Habían muchos tipos de personas en el mundo, pero pocas como él.
Por mi parte, yo era consciente de que había escogido una forma de vida un tanto peculiar. Mi necesidad de libertad hacía que el apego no tuviera cabida en mis días, aunque por otro lado también tenía recompensas, y él era una de ellas. Si bien mi elección muchas veces me había llevado a la soledad y a la incomprensión, también me había ofrecido la oportunidad de conectar con gente de tal calibre que mis sueños, inquietudes y necesidades vitales quedaban eclipsadas por la luz que irradiaba gente como él. Era un amigo en toda regla. Su compresión de la vida y las amistad superaba cualquier expectativa que yo pudiera tener. Su visión del mundo no estaba empeñada por una experiencia determinada ni por una condición, sino que, simplemente, era así. Ayudar y dar todo su afecto se había convertido en el sentido de su vida, aunque muchas veces él no fuera consciente de ello, y es quizá esto lo que lo hacía tan grande. Sus palabras, nunca vacías, inspiraban al más pequeño de los hombres.
Quizá con el tiempo habíamos cambiado, pero no nuestro enfoque. Nos habíamos empeñado en hacer de la persecución de nuestros sueños una forma de vida, de convertir los ideales en una realidad, de transformar el gris mundo que parecía rodear a nuestro entorno en el amplio abanico de colores que nosotros percibíamos.
Nos encantaba vivir, aquella era la gran verdad, y estábamos decididos a contagiar al mundo con nuestro entusiasmo.